La insostenibilidad del planeta es evidente pues la degradación del medio ambiente tiene cada día implicaciones más tangibles. El daño a nuestra Tierra está cimentado sobre una lógica económico-instrumental que pone el énfasis en la cosificación de la naturaleza y sus recursos para ser concebidos como simples factores productivos, empleados irracionalmente para la acumulación de ganancias y que no toman en cuenta la finitud del planeta y sus recursos; es decir, parece que no importa cuánto se tenga que sacrificar la naturaleza, lo importante es el dinero.
En la actualidad, se ha observado un mayor y cada vez más asimétrico patrón de consumo alimentario, soportado por formas de producción de gran impacto socio-ambiental. A menudo, las grandes corporaciones agroindustriales y ganaderas tienden a minimizar los efectos negativos de su producción intensiva, pues no informan que son directamente responsable de, por ejemplo, la deforestación del Amazonas, de la inseguridad alimentaria o de la pérdida de la biodiversidad.
Evidencia de este problema es que, en noviembre del 2018, el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) afirmó que el consumo de carne de vaca es una de las formas más destructivas para el planeta. La agroindustria y la ganadería intensiva tienen efectos socioambientales complejos y nocivos, como la creciente resistencia a las bacterias ante el uso masivo de antibióticos; la siembra extensiva de soja y maíz genéticamente modificados (que también afectan a la salud humana); la creciente presión sobre la frontera agrícola en bosques y selvas, y la expulsión violenta de campesinos y comunidades indígenas, entre otros.
¿Cómo se relaciona todo esto con el Fast Food? Para ello habría que preguntarse ¿quién está realmente consciente del impacto global de su consumo de alimentos, sobre todo de aquellos procesados y comercializados por las grandes cadenas trasnacionales de comida rápida?
La mercantilización de la alimentación se encuentra determinada por el patrón de producción agroalimentario actual, en donde la maximización de las ganancias es el objetivo. Se trata, entonces, de la construcción de un patrón de consumo alimentario más o menos homogéneo, con una producción a bajo costo y de forma eficiente que genere un mayor número de ganancias, aunque esto implique la disminución en su calidad y, por lo tanto, a costa de los efectos nocivos en la salud humana y en el medio ambiente.
Por un lado, el daño medioambiental del excesivo consumo de la carne y productos derivados de origen animal es sumamente preocupante, aunque sea menos difundido. La red global Water Footprint Network ha publicado en su página oficial lo cantidad de agua que se requiere, aproximadamente, para la producción de ciertos alimentos, entre los que vale la pena rescatar la carne bovina.
La demanda de carne de vaca es una de las formas más destructivas para el medio ambiente, ya que para producir un kilo de esta se necesitan aproximadamente 15 mil 400 litros de agua. Si bien uno de los productos más vendidos en la industria de la comida rápida son las hamburguesas, los costos reales de consumirlas (incluyendo el costo del medio ambiente) no están incluidos dentro del precio final. Por ello, sería importante señalar todos los ingredientes en su preparación, incluso aquellos que quitan el apetito; sin embargo, pensemos solamente en la carne para este ejemplo.
Una hamburguesa promedio pesa 150 gramos, para producirla se necesitan alrededor de 2 300 litros de agua y, si el promedio de hamburguesas vendidas por segundo en McDonald´s es de 75, en una hora vende 270 mil, lo que equivale a una huella hídrica de 621 000 000. El impacto ambiental no se detiene ahí, ya que la ganadería industrial intensiva emite gases de efecto invernadero que contribuyen al fenómeno del cambio climático. Ejemplo de ello son los compuestos de nitrógeno (como el amoniaco) o la emisión de metano liberado durante el proceso digestivo de las vacas. Si bien los bovinos emiten gas metano por naturaleza, este podría mantenerse en el suelo si los animales pastan en prados, pero una vaca alimentada de esta manera, más sana y sustentable, no produce tanta carne como una alimentada con concentrados y esto no resulta rentable para las grandes corporaciones agroindustriales y de la comida rápida.
A esto todavía hay que sumarle la pérdida de la biodiversidad, la desaparición de grandes áreas de bosques, praderas y selvas a causa de los monocultivos de soja para alimentar al ganado; el desplazamiento de comunidades indígenas y campesinas, y la contaminación que se produce en el suelo y en el agua por la crianza intensiva.
La producción industrial de alimento también daña la tierra, pues el abono líquido y el estiércol de las áreas de cuidado de animales suelen depositarse en el suelo, por lo que el crecimiento de la industria mundial del ganado, como consecuencia de la demanda excesiva de carne y derivados de origen animal, empeorará la sobreexplotación y contaminación de ríos y lagos. Sumado a esto, la producción y el uso de fertilizantes minerales y orgánicos son responsables de más de un tercio de todas las emisiones de gases de efecto invernadero de la producción ganadera; el que más afecta es el óxido nitroso, un gas de efecto invernadero mucho más nocivo que el dióxido de carbono.
Si los agricultores aplican un exceso de fertilizantes minerales, estiércol o abono líquido, las plantas no pueden absorber los nutrientes y el óxido nitroso termina en la atmósfera o se convierte en nitratos que contaminan las aguas subterráneas. En conclusión, el precio de la comida rápida no refleja el verdadero costo de producirla; los costos ocultos para el medio ambiente son preocupantes y si estos se incluyeran en el precio final, dejaría de ser un negocio.
Por si esto no fuera poco, como ya se mencionó anteriormente, se debe tener en cuenta el riesgo para la salud humana que representa la carne producida de forma intensiva. Dado el uso excesivo de antibióticos, el abuso de hormonas para el engorde de los animales, así como por el derroche de agroquímicos en la producción de forraje, los peligros que representan para la salud de la humanidad va más allá de la ingesta calórica. Sin embargo, al no tener en cuenta dichos efectos, las personas aumentan el consumo indiscriminado e inconsciente de carnes, productos de origen animal y todo tipo de alimentos procesados, lo que ha disparado los índices de obesidad y enfermedades relacionadas en todo el mundo. Además, esto se hace más notorio en países subdesarrollados, en donde se amplía la ya pronunciada brecha cualitativa en la alimentación de ricos y pobres.
A pesar de todo, esto no se trata de “demonizar” el consumo de carne o productos de origen animal; se trata más bien de cuestionar y repensar los actuales patrones intensivos de producción y consumo. Lo que se requiere es una oferta y demanda conscientes, sustentables, saludables y de calidad que concilie las necesidades económicas, sociales y ambientales, ya que los sistemas alimentarios representan hasta el 37% de todas las emisiones de gases de efecto invernaderos según el PNUMA.
El planeta, sus recursos y los seres humanos requieren de un cambio radical en su dieta, pues el grado de deterioro ambiental que se le ha infringido al planeta se manifiesta cada vez con mayor frecuencia, de múltiples formas y de forma irreparable. Este problema corresponde a una cultura de corte capitalista en donde el crecimiento económico y la búsqueda incesante de las ganancias sobrepasan las preocupaciones ambientales y el bienestar social.
Una dieta sostenible es una mejor alternativa que un plato de comida rápida, ya que genera un impacto ambiental reducido, contribuye a la seguridad alimentaria, a que las generaciones actuales y futuras lleven una vida saludable, protegen y respetan la biodiversidad, accesibles económicamente, nutricionalmente adecuadas y optimizan los recursos naturales y humanos (FAO, 2010).
2 comentarios sobre “¿Comer Mcdonals´s contamina? La industria del fast food contra una dieta sostenible”